sábado, 9 de diciembre de 2017

América Latina: fin del ciclo progresista

El triunfo derechista en América Latina ciertamente frustra antiguas esperanzas. Lo más grave es que produce un corte histórico que detiene el avance de todas las izquierdas, cuya recuperación puede tardar años.

Juan J. Paz y Miño / Firmas Selectas de Prensa Latina

Abunda la investigación social sobre los gobiernos progresistas en América Latina. El libro de José Natanson, La nueva izquierda (2008), tempranamente estudió el ascenso de Hugo Chávez (1999-2013) en Venezuela (a quien le sucedió Nicolás Maduro, desde 2013); Inácio Lula da Silva (2003-2010, sucedido por Dilma Rousseff, 2011-2016) en Brasil; Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2015) en Argentina; Tabaré Vásquez (2005-2010 y luego desde 2015) en Uruguay; Michelle Bachelet (2006-2010 y luego 2014-2018) en Chile; Evo Morales (desde 2006) en Bolivia, y Rafael Correa en Ecuador (2007-2017).

Sin embargo, Bachelet no debiera incluirse en el grupo porque no siguió las mismas líneas de acción que mantuvieron los otros mandatarios. Pero también han sido identificados en el grupo progresista Manuel Zelaya (2006-2009) en Honduras, Daniel Ortega (desde 2007) en Nicaragua, y Fernando Lugo (2008-2012) en Paraguay.

Todos ellos abrieron el nuevo ciclo histórico de la región. Sin embargo, ha sido distinto el modo de caracterizar a esos gobernantes en la ciencia social latinoamericana. Se coincide en señalarlos como progresistas, democráticos, nacionalistas, latinoamericanistas; pero los más radicales (Bolivia, Ecuador y Venezuela) son, además, antimperialistas y de nueva izquierda. Pero también han sido ubicados como reformistas y hasta “populistas”, término indiscriminado, muy manoseado e inexacto.

Con los gobernantes identificados en la nueva izquierda, el neoliberalismo y el modelo empresarial de los 80 y 90 fue cuestionado; el partidismo y la clase política anterior, que fuera responsable de apadrinar el camino económico seguido, igualmente fue desplazada; los movimientos sociales, la izquierda marxista y la nueva izquierda se vieron favorecidos por la orientación ciudadana y popular de los gobernantes.

Los gobiernos de nueva izquierda lograron Constituciones aprobadas por referéndum en Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009), estableciendo así la nueva institucionalidad; restauraron el rol regulador del Estado sobre el mercado, y fortalecieron amplios servicios públicos. Está claro que aseguraron una época post-neoliberal, no fácil calificar en su contenido económico, aunque he sostenido que se afirmó un tipo de capitalismo social latinoamericano, que bien puede entenderse como camino viable para la edificación de una nueva sociedad y quizás del Socialismo del Siglo XXI.

En Bolivia se constituyó un efectivo Estado plurinacional. El respaldo electoral en varios procesos aseguró la continuidad política y la hegemonía del partido de gobierno en Venezuela o Ecuador. Las Misiones venezolanas movilizaron a los sectores populares, que también formaron organizaciones de base. El latinoamericanismo adquirió importancia en la geopolítica mundial. Y los logros sociales de los gobiernos progresistas han sido destacados por organismos internacionales como el FMI, BM, Cepal o el PNUD, además de los estudios latinoamericanistas más serios.

Puede entenderse que las fuerzas centrales de oposición a los gobiernos progresistas han sido el imperialismo, las elites empresariales más poderosas, la clase política y los partidos tradicionales, las derechas de todo tipo, y particularmente el sector más influyente de medios de comunicación privados que, como nunca antes, se convirtieron en agentes de lucha ideológica diaria.

La ruptura de las izquierdas tradicionales y el minoritario sector de marxistas dogmáticos con los gobiernos de nueva izquierda, tuvo otras lógicas. En Ecuador, y durante décadas, esas fuerzas no fueron capaces de generar alternativas electorales y menos aun de poder social.  Desde 1979 han sido sectores minoritarios aunque sonoros y activistas; durante el gobierno de Correa pasaron del apoyo inicial a la enemistad política, incluso arrastrando consigo a las cúpulas dirigentes de los movimientos sociales.

Se resintieron porque Correa no puso en marcha sus particulares proyectos políticos, sus sueños de vanguardia revolucionaria y su utópico anhelo por acabar con el capitalismo a su modo y según sus concepciones. Experimentaron la pérdida de sus antiguas prebendas.

En los procesos electorales de la última década no llegaron a representar ni el 5% de los votantes. En la campaña electoral de 2017 de esos sectores provinieron  en buena parte  los argumentos utilizados por la derecha para combatir el “continuismo” de la candidatura de Lenín Moreno, e incluso quedó definido un sector marxista que promovió el voto por el millonario ex banquero Guillermo Lasso, apareciendo así un marxismo pro-bancario inédito en la historia política de la izquierda latinoamericana.

El combate al progresismo latinoamericano no descartó el golpe de Estado directo contra Chávez (2002) y Correa (2010); la desestabilización institucional interna; o el “golpe blando” (formulado por Gene Sharp) para derrocar a Zelaya en Honduras, Lugo en Paraguay y a Rousseff en Brasil. Pero el “kichnerismo” perdió las elecciones en Argentina, en 2015, frente a Mauricio Macri.

Sin embargo, nunca se pensó que en Ecuador se produjera otro fenómeno inédito: todos los sectores políticos, incluyendo la oposición, creyeron que el triunfo electoral del binomio Lenín Moreno-Jorge Glas, auspiciado por Alianza País (AP) daría continuidad a la Revolución Ciudadana. Nadie esperó que el flamante gobierno, iniciado el 24 de mayo de 2017, diera un giro.

Moreno inauguró su propio estilo, estableció el diálogo nacional como estrategia de gobierno, y remarcó tajantes diferencias: “De a poco toda la gente va a ir abandonando su comportamiento ovejuno y va a empezar a respirar verdaderamente esta libertad nueva, que es como me siento yo a gusto”, afirmó; también, “Ahora se ha dado en llamar revolución a cualquier pendejada”; y además, “Pensamos encontrar una mesa servida, pero no ha sido así. Encontramos que cada año, hay que pagar diez mil millones de dólares. El presupuesto total de educación, más el presupuesto de las Fuerzas Armadas, la Policía y la Secretaría de Riesgos… Esa es la mesa servida que nos dejaron. ¡Carajo! ¡Servida de deudas! Servida de deudas”.

Si en la esfera política los diálogos sirvieron para que el partidismo y la clase política tradicionales revivieran tras el combatido “ostracismo” de una década, en materia económica las cámaras de la producción que representan los intereses de la elite empresarial y bancaria del país, recuperaron su antiguo protagonismo y exigen que se abandone definitivamente el “modelo correísta”, abriendo la economía a la iniciativa privada, con retiro del Estado, vinculación al mundo globalizado y flexibilidad laboral.

La correlación de fuerzas sociales cambió en el tránsito del “correísmo” al “morenismo”. Y la diferenciación marcada por el nuevo gobierno con todo lo que significó la herencia de su antecesor ha llegado a tal nivel que en la VII Convención de AP, realizada el 3 de diciembre de 2017, y en la que participó Rafael Correa, se acordó procesar la expulsión de Lenín Moreno del partido, denunciando la “traición” a la Revolución Ciudadana y el “engaño” al pueblo; y el pronunciarse por el NO en 3 de las 7 preguntas de la consulta popular impulsada por el gobierno (se realizará el 4 de febrero de 2018) y que tratan sobre la no reelección indefinida, la intervención en el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (encargado de nombrar a las autoridades de control del Estado) y la ley de plusvalía.

Por todas las vías descritas, el ciclo de los gobiernos progresistas y de nueva izquierda en América Latina ha concluido en la mayoría de países. En el nuevo ciclo post-progresista, se ha retomado el camino neoliberal (como en Argentina y Brasil); hay condena política a los antiguos gobernantes contra quienes se arguyen procesos judiciales (Cristina Fernández, Dilma Rousseff o Lula); se denigra o desvaloriza todo lo que se logró en el pasado inmediato; se encuentra apoyo en las fuerzas más tradicionales y reaccionarias, que fueron ejes de la oposición; se abandona el latinoamericanismo; se hace uso de la persecución política y se aprovechan los escándalos de corrupción para levantar los ánimos ciudadanos.

El triunfo derechista en América Latina ciertamente frustra antiguas esperanzas. Lo más grave es que produce un corte histórico que detiene el avance de todas las izquierdas, cuya recuperación puede tardar años. Pero les obliga a repensar algo que estuvo siempre presente en su forma de concebir la política: la necesidad de trabajar seriamente entre los sectores populares y laborales, para crear bases que tengan capacidad para sostener a los regímenes de izquierda en el largo tiempo e imponer finalmente su hegemonía para la construcción de una nueva sociedad.

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